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domingo, 29 de septiembre de 2013

Días del pasado, presentes


Iron Maiden - Slayer - Ghost. Viernes 27 de setiembre de 2013. Estadio Monumental de River Plate, Buenos Aires, Argentina.

Nota y fotos: www.rollingstone.com.ar

Iron Maiden en River: el legado alucinante
Junto a Slayer y Ghost y ante 56.000 personas, la banda pesada por excelencia revivió las páginas más brillantes de su propio mito escrito en metal.






En un momento, Bruce Dickinson ya no sabía qué inventar. Había intentado un poco de comedia stand-up, hasta hizo sonar la obertura de Guillermo Tell de Rossini con sus cachetes, tocó él mismo la batería, luego Nicko McBrain hizo un solo tibio que no dijo demasiado -una rara chance desperdiciada, "Listen With Nicko" era un clásico de los viejos singles-, pero en un River casi agotado, nada de esto era del todo gracioso. 56 mil personas se estaban poniendo impacientes. El show tuvo que frenar en seco tras un arranque voraz con "Moonchild" y un Maiden ardiendo en todos sus cilindros. El motivo: la valla de contención frente al escenario estaba cediendo. "A alguien esto le va a costar más de una cerveza", bromeó Dickinson desde el escenario, con el pelo un poco más largo y un saco con cola y brocados en las solapas. La frase que siguió era al menos oscura: "Nadie se va a morir en un show de rock n' roll esta noche". El cantante reclamaba al público de un campo agotado una y otra vez: "Dos pasos atrás". El problema quedó resuelto cuando ya no quedaban más chistes que contar. Fue casi media hora de demora. Lo que siguió fue uno de los mejores shows en más de veinte años de Iron Maiden en este país, y su espectáculo más excesivo.

El tour Maiden England 2013 es lo que en el negocio musical americano se conoce como "legacy act": una banda mítica, en el ocaso de su vida, pero con energía suficiente para un último ataque mortal, recupera su legado, la tinta de su propio testamento musical. Y Maiden eligió algo fabuloso esta vez: celebrar los 25 años de Seventh Son of a Seventh Son, quizás su disco más progresivo y dramático, con guiños pop inexplicables y puntos altísimos de metal, y el VHS en vivo de 1988 con que lo presentó. Era un impulso lógico: su último show en Vélez para presentar su disco The Final Frontier. Dickinson tiene 55 años, otros miembros de la banda tienen más, hay notas imposibles que el cantante ya no puede alcanzar. Pero nadie anoche dijo que los Maiden estaban viejos, nadie los retiró con una palmada en la espalda. Pisaron y corrieron sobre ese escenario como si fuesen sus putos dueños.

"Can I Play With Madness?" fue el hit que devolvió todo a la normalidad tras el episodio de la valla, quizás el primer hit de Maiden que muchos escucharon en sus vidas, un pacto iniciático. Y lo mejor de la noche no fueron los ataques de rigor -una solemnísima y vital "Two Minutes to Midnight", el canto masivo en "Run To The Hills" o la carga de "The Trooper"-, sino las rarezas, eso por lejos. "The Prisoner" no había sido tocada desde 1991, un clásico rockero de The Number of the Beast. O "Afraid to Shoot Strangers", una gema oscura y enervante de Fear of the Dark, que nunca había sido tocada desde el regreso de Dickinson a la banda. Con tres guitarristas, Maiden es una entidad llena de amenaza, un demonio viejo con sus poderes todavía al máximo. Pero en esa canción, el brillo fue de Janick Gers. Nunca pareció ser parte: Dickinson lo introdujo a la banda y por el cantante se quedó tras el retorno a comienzos de siglo. Pero en "...Strangers", Gers hizo el mejor solo de su carrera, un barrido orgiástico, barroco, lleno de rabia y texturas amargas. Hubo que aceptar su heroísmo. Y todo ese poder físico se midió contra el despliegue escénico mismo: la banda jamás usó tanta pirotecnia y columnas de fuego. Explosiones sincronizadas, llamaradas, cohetes combinados. Maiden sabe hacer en vivo lo que distingue al metal mismo: crear una fantasía.



Ghost desde Suecia también sabe crear una fantasía. Y esto es satanismo explícito. No se puede escapar a la ironía de que, en el año del Papa Francisco, venga Papa Emeritus, quizás el personaje clave del heavy 2013, con su maquillaje de cadáver, su sotana, su báculo y su mitra papal, pero bueno, de pontífice del Diablo. El verso final de la última canción del show, "Monstrance Clock", no dejó lugar a ambigüedades: "Únanse para el hijo de Lucifer". Detrás de él hay cinco miembros anónimos enmascarados. El comienzo con el instrumental "Infestissumam", el nombre de su nuevo disco -una marcha épica que remite a Ennio Morricone o a los soundtracks del director gore Lucio Fulci- más la carga de "Per Astera Ad Inferi", o el tempo en vals de "Secular Haze" revelaron algo sorprendente. Ghost en su música condensa algo que fue despreciado por años en el metal: la demonología desvergonzada de King Diamond y Mercyful Fate junto al lado más pop de Black Sabbath -piensen en "Sabbath Bloody Sabbath" y no en "Paranoid"- y del heavy clásico mismo. Es posible. Es decir, fueron capaces de grabar un cover de ABBA junto a Dave Grohl o "Here Comes The Sun" de los Beatles sin ser nada irónicos al respecto. Y es fuerte. Hay un sentido de cadencia y hit, de invocación ocultista, de psicodelia, todo lo limpio que suena su último LP se redobla con distorsión, mugre y un tono monolítico en escena. Ghost llenó el aire de River con el sonido de un Fender Precision golpeado con púa y un teclado que es la base de su canto gregoriano infernal. Y la dosis de caricatura no pudo esconder el poder real que tiene esta banda. En River, Ghost, tras su gran telón rojo, elevó un monstruo musical mucho más grande que ellos mismos.

Slayer siempre fue un monstruo, una banda que -si así lo quería-, podía estar por encima de cualquier otra. La marca que dejaron en el metal mismo, en cómo construir un riff extremo, la fusión del heavy clásico con el desquicie del hardcore-punk, fue la base de todo un movimiento. Cualquier banda que sea más pesada que Slayer se lo debe a Slayer. Esa forma de hacer riffs fue un invento de Jeff Hanemann, el autor de canciones grandiosas como "Angel of Death" o "War Ensemble", que hoy está muerto. Falleció este año, por complicaciones del hígado. Pero había estado alejado por años de la banda que fundó, por la picadura de una araña que lo infectó con una bacteria carnívora, algo insólito. En secreto, las cosas no estaban bien. Kerry King reveló que hacía años que no visitaba su casa, que nunca fueron amigos realmente. Dave Lombardo también se alejó este año: un comunicado incendiario de su parte reveló denuncias de estafas internas, porcentajes dudosos y avaricia. King quedaba en el ojo de la tormenta. Y el público heavy no tolera truchadas como esas.






Sin Lombardo y sin Hanemann, lo que queda de Slayer, con Gary Holt de Exodus todavía en guitarra y con Paul Bostaph, el baterista de Divine Intervention de 1995 de vuelta como reemplazo, tiene que luchar con todo lo que tiene. En un momento la gente frena el show, canta a favor, muestra su apoyo: Tom Araya intenta detenerlos, dice que no hay mucho tiempo. No es una mala paradoja en el fondo: aún dando el peor show en su historia porteña, Slayer da, dentro de todo, un buen show. El setlist no tuvo sorpresas, la banda viene girando con el mismo disco hace cinco años. Estuvieron los clásicos evidentes: "Dead Skin Mask", "Mandatory Suicide", "Seasons in the Abyss", "South of Heaven". No hubo nada de su vieja rabia, sus primeros discos de thrash seminal, ahí hay un catálogo que la banda rara vez explota. Sin embargo, el aura de la banda es abominable: luces rojas y verdes en un escenario a oscuras, Slayer mismo no puede escaparle al poder de su sonido y su presencia. Bostaph fue desprolijo en ocasiones, perdía el tren, algo raro en un baterista que siempre fue tan dúctil como inhumano. Y el homenaje a Hanemann tuvo gusto a poco: un telón con su apellido transformado en el logo de Heineken, algo que solía hacer con sus guitarras, un montaje de fotos desprolijo que parecía hecho por un fan en YouTube. Duele esto, si amás a Slayer. No estuvo bueno.

Maiden, en cambio, sí supo explotar la riqueza de su primer catálogo, algo rarísimo. A excepción de los bises obvios -"Iron Maiden", "Running Free"- la banda jamás vuelve a la era de Paul di Anno, su primer cantante. Pero esta vez hubo algo que para cualquier fan del metal y de Maiden es clave: "Phantom of the Opera", de su primer disco en 1980, con su carga de machaque incesante y su estructura enrevesada en más de siete minutos. Dickinson dio todo: una interpretación fabulosa de una canción que es lo que el heavy debería ser. "Wasted Years" estuvo también, un rescate emocional. Pero el corazón del show mismo fue "Seventh Son of a Seventh Son", la suite progresiva de diez minutos del disco que vinieron a recordar. Es como una forma de condensar a Maiden mismo: las aficiones esotéricas de Dickinson, su sentido de literatura inglesa clásica para narrar una historia oscura y envolvente, el sonido clank-clank del bajo con cuerdas lisas de Harris, los solos arrasadores que vienen, las variaciones de tempo que suben y bajan con emoción cruda. Y Eddie. Esta vez, en un muñeco gigante, con ojos magenta luminosos y una bola de cristal, el Eddie brujo diabólico. Para el cierre estuvo también, con su cabeza escupiendo fuego y con su corazón, latiéndole en la mano, poseído por un espíritu.

Por Félix Montsalvat

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